Siempre me he preguntado si en México tienen una mediana idea de la tremenda influencia que su cultura ha tenido sobre la colombiana. Desde que tengo memoria, “lo mexicano” ha volado por el aire del país con tanta soltura como el vallenato, la cumbia y el fútbol.
Me parece estar viendo a mi padre en la tarde de los domingos inútiles de mi infancia, sacando su colección de 10 “longplays” (esos acetatos redondos y negros que fueron su música, su diversión y su tesoro) de rancheras eternas, cuando se ponía a arreglar su pequeño jardín de un quinto piso bogotano. Cinco minutos después las voces de Javier Solís, de José Alfredo Jiménez, de Antonio Aguilar y de Alicia Juárez revoloteaban en la casa hasta que el sol se iba en busca de sus últimos tequilas.
Somos muchos los que aún recordamos chistes completos de
De todas las influencias, quizá una sola sea capaz de unir a tres generaciones enteras en Colombia: El Chavo del Ocho. Al principio, ni siquiera sabíamos qué era un “chavo”, o por qué le decían “torta de jamón” a nuestros sandwichs (o emparedados, pero es una palabra que ya nadie usa). Pero luego todo fue tan fácil, tan familiar, que no hubo nadie capaz de resistir los rayos catódicos dibujando en la pantalla la vecindad que era al mismo tiempo tan nuestra y tan de otros. Más de treinta años después, mis sobrinas, apenas unas chavitas de trenzas, se mueren de la risa con la chiripiorca que se cura con un poquito de agua.
De chanfle, el Maestro Roberto Gómez Bolaños, como nos gusta llamarlo, subió los
Con su caminar cansino llegó hasta uno de los auditorios de
Y habló, y dijo todas las frases de televisión que los asistentes quisieron que dijera, y se rió con las pastillas de chiquitolina que una niña le acercó en un frasquito café, y dejó que su mujer lo interrumpiera una y otra vez, y firmó libros, y se tomó fotos, y contó anécdotas de las grabaciones, y recordó a Ramón Valdés, y al final se le vio agobiado por tantos elogios bogotanos que poquito a poco se convirtieron en aplausos.
Por un momento levanté la vista de la mesa principal y pude ver a los cientos de admiradores de distintas edades que escuchaban con atención cada una de sus palabras. ¡Eran tantos! Ya quisiera un político cualquiera tener ese poder de convocatoria. ¡Y lo adoraban! Aplaudían cualquier gesto. Mantenían la boca abierta hasta que los premiaba con un comentario divertido. Todos atentos, muertos de ganas de verlo de cerca, de tocarlo para ver si era de verdad, de tomarse una foto para presumir en el barrio. Un ícono mexicano, uno de los más puros representantes de la influencia mexicana en el inconsciente colectivo colombiano frente a nosotros, ahí, tan cerquita. Un acto de nacionalidad.
Y dio tantas entrevistas para la televisión, que en algún momento llegamos a pensar que nuestro sueño se había hecho realidad y que se había quedado a vivir entre nosotros. Pero no. Era sólo la emoción irrefrenable de tantos admiradores que aún no llegamos a comprender qué carajos es lo que tiene ese bendito programa que nos mantiene pegados al televisor desde hace más de treinta años.
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