martes, enero 29, 2008

De chanfle

Siempre me he preguntado si en México tienen una mediana idea de la tremenda influencia que su cultura ha tenido sobre la colombiana. Desde que tengo memoria, “lo mexicano” ha volado por el aire del país con tanta soltura como el vallenato, la cumbia y el fútbol.

Me parece estar viendo a mi padre en la tarde de los domingos inútiles de mi infancia, sacando su colección de 10 “longplays” (esos acetatos redondos y negros que fueron su música, su diversión y su tesoro) de rancheras eternas, cuando se ponía a arreglar su pequeño jardín de un quinto piso bogotano. Cinco minutos después las voces de Javier Solís, de José Alfredo Jiménez, de Antonio Aguilar y de Alicia Juárez revoloteaban en la casa hasta que el sol se iba en busca de sus últimos tequilas.

Somos muchos los que aún recordamos chistes completos de La Carabina de Ambrosio; nos contamos por cientos los que recordamos haber visto a nuestras madres llorando de la tristeza con Los ricos también lloran, y con La Fiera, y con Colorina; aún somos varios los que nos rascamos el pecho gritando “¡chicharrón de puerco y puerca!”; somos menos (pero hay) los que nos movemos al ritmo de la coreografía de “tímido búscame, te invito una copa en el mar, tímido atrévete, ¿a qué hora podemos quedar?”; pero llegan a ser miles los que aún siguen viendo la filmografía completa de Vicente Fernández, y con un buen número de cervezas encima son capaces de recitar por lo menos 10 títulos distintos (aunque a veces las confunden con películas de El Santo y Blue Demon).

De todas las influencias, quizá una sola sea capaz de unir a tres generaciones enteras en Colombia: El Chavo del Ocho. Al principio, ni siquiera sabíamos qué era un “chavo”, o por qué le decían “torta de jamón” a nuestros sandwichs (o emparedados, pero es una palabra que ya nadie usa). Pero luego todo fue tan fácil, tan familiar, que no hubo nadie capaz de resistir los rayos catódicos dibujando en la pantalla la vecindad que era al mismo tiempo tan nuestra y tan de otros. Más de treinta años después, mis sobrinas, apenas unas chavitas de trenzas, se mueren de la risa con la chiripiorca que se cura con un poquito de agua.

De chanfle, el Maestro Roberto Gómez Bolaños, como nos gusta llamarlo, subió los 2.600 metros de altura de Bogotá con algo de cansancio, 25 años después de su última aparición en un evento inverosímil que sólo ocurre en un país como este y que se llamaba La Caminata de la Solidaridad. Bogotá ha cambiado mucho desde entonces y él fue capaz de darse cuenta.

Con su caminar cansino llegó hasta uno de los auditorios de la Feria Exposición, donde se desarrollaba la vigésima edición de la cita más importante con los libros que se hace en Colombia, donde se lanzaría su libro biográfico SIN QUERER QUERIENDO. A su lado, nunca supimos si guiándolo o arrastrándolo, Florinda Mesa le abría paso entre la muchedumbre de chavos y chapulines, niños disfrazados que no podían creer que el personaje de la televisión fuera ese viejito simpático que no paraba de sonreír.

Y habló, y dijo todas las frases de televisión que los asistentes quisieron que dijera, y se rió con las pastillas de chiquitolina que una niña le acercó en un frasquito café, y dejó que su mujer lo interrumpiera una y otra vez, y firmó libros, y se tomó fotos, y contó anécdotas de las grabaciones, y recordó a Ramón Valdés, y al final se le vio agobiado por tantos elogios bogotanos que poquito a poco se convirtieron en aplausos.

Por un momento levanté la vista de la mesa principal y pude ver a los cientos de admiradores de distintas edades que escuchaban con atención cada una de sus palabras. ¡Eran tantos! Ya quisiera un político cualquiera tener ese poder de convocatoria. ¡Y lo adoraban! Aplaudían cualquier gesto. Mantenían la boca abierta hasta que los premiaba con un comentario divertido. Todos atentos, muertos de ganas de verlo de cerca, de tocarlo para ver si era de verdad, de tomarse una foto para presumir en el barrio. Un ícono mexicano, uno de los más puros representantes de la influencia mexicana en el inconsciente colectivo colombiano frente a nosotros, ahí, tan cerquita. Un acto de nacionalidad.

Y dio tantas entrevistas para la televisión, que en algún momento llegamos a pensar que nuestro sueño se había hecho realidad y que se había quedado a vivir entre nosotros. Pero no. Era sólo la emoción irrefrenable de tantos admiradores que aún no llegamos a comprender qué carajos es lo que tiene ese bendito programa que nos mantiene pegados al televisor desde hace más de treinta años.

Ni tan joven ni tan viejo

Y el buen Sabina salió, enfundado en su vestido café y su sombrero de bombín. Parecía un tabaco. Como todo un caballero se hizo esperar, pero no mucho: sólo lo suficiente como para que todos contáramos con los dedos a los miembros de la banda y notáramos su ausencia. Entró despacio, apoyándose en un bastón castellano, sonriendo socarronamente, sabiéndose el centro del mundo por un ratico.

Mucho nos habíamos temido desde el domingo que cancelara el concierto. La radio decía que había sido presa de los ya legendarios virus gripales de la Sabana de Bogotá, que le habían echado el ojo desde que bajó del avión y que lo habían enviado derechito a la cama del hotel, donde estuvo hasta un par de horas antes del concierto. Él mismo acusó a sus compañeros de haberlo dejado abandonado a su suerte, mientras ellos escogieron un barcito de maravilla para cantar la canción de las noches perdidas, la que se canta al filo de la madrugada.

Pero nada. Retó a los diluvios bogotanos que caen por estos días, se batió ante la laringitis como un león, agarró el micrófono por su cuenta y nos abrió el libro de regalos. Le cantó a las putas legendarias y a su José Alfredo Jiménez del alma, nos contó el cuento de los chicos perdidos de Tarragona que se fueron a conocer el mar a Portugal, enamoró a más de una con su disculpas para maridos, nos dio su dirección en la Calle Melancolía, trajo de prestado a Fito Paéz por siete minutos para llover sobre mojado, nos dejó claro que su patria es un cuerpo de mujer y al final se dejó venir con unas buenas rancheras que nos pusieron los pelos de punta.

Hacía nueve años que no dejaba ver su careto andaluz en la Bogotá que lo adora. Ahora tiene papada, una elegante barba en forma de candado y su sonrisa de siempre. Luego me enteré de que su ausencia prolongada se debió a varios inconvenientes del destino, que sí había querido venir un par de veces pero que se le atravesaban cosas, incluso un problema de garganta, y que luego cayó enfermo gravemente (algo del cerebro), cosa que lo obligó a bajarse de los escenarios y le dio el tiempo necesario para hacer algo que siempre quiso hacer: escribir. Nos amenazó con un libro de versos que no se pueden cantar, y con un par de otras cosillas impublicables.

Joaquín ama a su público y el público lo ama a él. Quiero creer que de verdad se sorprendió al notar que, luego de casi cuarenta minutos de concierto, comprobó que todos los presentes nos sabíamos de memoria (y hasta con buena entonación) todas sus canciones, incluso las del último disco. Las cantábamos. Las gritábamos. Cerrábamos los ojos y nos entregábamos a la noche. Un par de veces nos dejó solos, cantando, mirándonos desde la sorpresa de los años, y no faltamos al reto ni una vez. “Qué increíble es el vuelo de las canciones”, dijo al final de una de ellas.

Entre canción y canción dejaba salir al poeta canalla que todos conocemos. Habló en versos y en sus versos había mujeres desnudas recién levantadas, estaban Machado y Lorca, había tazas de café y copas de vino, besos para sus amigos, abrazos para los que escuchan, campos de girasoles de su Andalucía, copitas de tequila y olor a su cuatacha Chavela Vargas, calles de Madrid y noches vagabundas. “La gente me pregunta por qué uso sombrero. Pues, porque siempre hay una buena ocasión para quitárselo”.

El asunto de la garganta nos tenía el alma en vilo. Con cada do de pecho sentíamos que la presa no soportaría, pero no por la gravedad de su voz sino por la pura compasión de la que a veces somos capaces los fans. Dos veces dejó cantar a sus compañeros que lo suplantaron con delicias. Olguita Román, su corista de siempre, le ayudó con una “Marilyn Monroe” muy divertida y con “Y sin embargo te quiero”, ese tremendo vals andaluz que cantaron todas aquellas españolas que se quisieron graduar de inmortales. Panchito Varona y Antonio García de Diego también ayudaron con un par de temas cada uno, lo suficiente como para que el buen Sabina no muriera de mal de altura.

Tres cosas no podían faltar y Joaquín lo sabía. “La del pirata cojo” primero, y luego sus numéricas “Y nos dieron la diez” y “19 días y 500 noches”. La gente deliró cuando Sabina, en tono de rock, trató de colarse en el traje y la piel de todos los hombres que nunca será. Pero la cosa tomó un cariz de grandeza con el conteo horario de su aventura en un pueblo con mar, después de un concierto, y más tarde con la maldición del cajón sin su ropa, con la perdición de los bares de copas, con las cenicientas de saldo y esquina. El Palacio de los Deportes temblaba como las piernas y las manos de todos los que estábamos allí, deseando que no se fuera, que el reloj no caminara tan rápido, rogando porque Olguita y Panchito lo convencieran de cantar un álbum completo, el que quisiera, daba igual, con tal de tenerlo un rato más levantándole la falda a la luna.

Pero lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. Se fue sin cantarle a su novia de Buenos Aires, sin cantarle a su Atlético de Madrid, no nos dijo dónde habita el olvido, no le puso flores a la tumba de un vasquito, no cantó la canción más hermosa del mundo, y nos dejó con ganas de… Claro, no hay noches tan largas, ni garganta que las resista.

Adiós, Joaquín, adiós. Que vuelvas pronto.

Ni tan joven ni tan viejo

Ni tan joven ni tan viejo

Y el buen Sabina salió, enfundado en su vestido café y su sombrero de bombín. Parecía un tabaco. Como todo un caballero se hizo esperar, pero no mucho: sólo lo suficiente como para que todos contáramos con los dedos a los miembros de la banda y notáramos su ausencia. Entró despacio, apoyándose en un bastón castellano, sonriendo socarronamente, sabiéndose el centro del mundo por un ratico.

Mucho nos habíamos temido desde el domingo que cancelara el concierto. La radio decía que había sido presa de los ya legendarios virus gripales de la Sabana de Bogotá, que le habían echado el ojo desde que bajó del avión y que lo habían enviado derechito a la cama del hotel, donde estuvo hasta un par de horas antes del concierto. Él mismo acusó a sus compañeros de haberlo dejado abandonado a su suerte, mientras ellos escogieron un barcito de maravilla para cantar la canción de las noches perdidas, la que se canta al filo de la madrugada.

Pero nada. Retó a los diluvios bogotanos que caen por estos días, se batió ante la laringitis como un león, agarró el micrófono por su cuenta y nos abrió el libro de regalos. Le cantó a las putas legendarias y a su José Alfredo Jiménez del alma, nos contó el cuento de los chicos perdidos de Tarragona que se fueron a conocer el mar a Portugal, enamoró a más de una con su disculpas para maridos, nos dio su dirección en la Calle Melancolía, trajo de prestado a Fito Paéz por siete minutos para llover sobre mojado, nos dejó claro que su patria es un cuerpo de mujer y al final se dejó venir con unas buenas rancheras que nos pusieron los pelos de punta.

Hacía nueve años que no dejaba ver su careto andaluz en la Bogotá que lo adora. Ahora tiene papada, una elegante barba en forma de candado y su sonrisa de siempre. Luego me enteré de que su ausencia prolongada se debió a varios inconvenientes del destino, que sí había querido venir un par de veces pero que se le atravesaban cosas, incluso un problema de garganta, y que luego cayó enfermo gravemente (algo del cerebro), cosa que lo obligó a bajarse de los escenarios y le dio el tiempo necesario para hacer algo que siempre quiso hacer: escribir. Nos amenazó con un libro de versos que no se pueden cantar, y con un par de otras cosillas impublicables.

Joaquín ama a su público y el público lo ama a él. Quiero creer que de verdad se sorprendió al notar que, luego de casi cuarenta minutos de concierto, comprobó que todos los presentes nos sabíamos de memoria (y hasta con buena entonación) todas sus canciones, incluso las del último disco. Las cantábamos. Las gritábamos. Cerrábamos los ojos y nos entregábamos a la noche. Un par de veces nos dejó solos, cantando, mirándonos desde la sorpresa de los años, y no faltamos al reto ni una vez. “Qué increíble es el vuelo de las canciones”, dijo al final de una de ellas.

Entre canción y canción dejaba salir al poeta canalla que todos conocemos. Habló en versos y en sus versos había mujeres desnudas recién levantadas, estaban Machado y Lorca, había tazas de café y copas de vino, besos para sus amigos, abrazos para los que escuchan, campos de girasoles de su Andalucía, copitas de tequila y olor a su cuatacha Chavela Vargas, calles de Madrid y noches vagabundas. “La gente me pregunta por qué uso sombrero. Pues, porque siempre hay una buena ocasión para quitárselo”.

El asunto de la garganta nos tenía el alma en vilo. Con cada do de pecho sentíamos que la presa no soportaría, pero no por la gravedad de su voz sino por la pura compasión de la que a veces somos capaces los fans. Dos veces dejó cantar a sus compañeros que lo suplantaron con delicias. Olguita Román, su corista de siempre, le ayudó con una “Marilyn Monroe” muy divertida y con “Y sin embargo te quiero”, ese tremendo vals andaluz que cantaron todas aquellas españolas que se quisieron graduar de inmortales. Panchito Varona y Antonio García de Diego también ayudaron con un par de temas cada uno, lo suficiente como para que el buen Sabina no muriera de mal de altura.

Tres cosas no podían faltar y Joaquín lo sabía. “La del pirata cojo” primero, y luego sus numéricas “Y nos dieron la diez” y “19 días y 500 noches”. La gente deliró cuando Sabina, en tono de rock, trató de colarse en el traje y la piel de todos los hombres que nunca será. Pero la cosa tomó un cariz de grandeza con el conteo horario de su aventura en un pueblo con mar, después de un concierto, y más tarde con la maldición del cajón sin su ropa, con la perdición de los bares de copas, con las cenicientas de saldo y esquina. El Palacio de los Deportes temblaba como las piernas y las manos de todos los que estábamos allí, deseando que no se fuera, que el reloj no caminara tan rápido, rogando porque Olguita y Panchito lo convencieran de cantar un álbum completo, el que quisiera, daba igual, con tal de tenerlo un rato más levantándole la falda a la luna.

Pero lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. Se fue sin cantarle a su novia de Buenos Aires, sin cantarle a su Atlético de Madrid, no nos dijo dónde habita el olvido, no le puso flores a la tumba de un vasquito, no cantó la canción más hermosa del mundo, y nos dejó con ganas de… Claro, no hay noches tan largas, ni garganta que las resista.

Adiós, Joaquín, adiós. Que vuelvas pronto.