jueves, febrero 04, 2010

CASA SIN VENTANAS

SINOPSIS.

Seis postales sacadas de la convulsionada realidad colombiana son colgadas en las habitaciones desvencijadas de una casa gigantesca, más desahuciada que fantasmagórica, que tuvo mejores años en una época remota. Como los visitantes siempre están en riesgo por el estado de las cosas, un grupo de bomberos se asegura de que el público pueda recorrer, como en una galería, las escenas que transcurren simultáneamente en habitaciones, escaleras, baños, patios y puertas.


PERSONAJES.

Un BOMBERO.

17 MUJERES sentadas y 17 HOMBRES que las vigilan.

Un NIÑO que corre y un hombre que puede ser su PADRE.

Un HOMBRE escondido y un MUCHACHO que es su hermano.

Un HOMBRE que es un profesor y un MUCHACHO con un arma en la mano.

Un PRESENTADOR de televisión y una SEÑORA con que perderá la cabeza.


LA TARDE Y LA SANGRE

SINOPSIS.
Tres delitos menores. Tres delitos impunes. Tres víctimas enfrentando a sus victimarios. Tres delitos curiosamente relacionados, distantes en el tiempo y en el espacio.

PERSONAJES:

HOMBRE MAYOR
MUJER JOVEN
Un BEBÉ

Un MARIDO
Su ESPOSA
Un MUCHACHO

LA GRAN ARCHIDUQUESA CHARLOTTE DE LUXEMBURGO
MARIE ADÉLAÏDE, su hermana.

martes, enero 29, 2008

De chanfle

Siempre me he preguntado si en México tienen una mediana idea de la tremenda influencia que su cultura ha tenido sobre la colombiana. Desde que tengo memoria, “lo mexicano” ha volado por el aire del país con tanta soltura como el vallenato, la cumbia y el fútbol.

Me parece estar viendo a mi padre en la tarde de los domingos inútiles de mi infancia, sacando su colección de 10 “longplays” (esos acetatos redondos y negros que fueron su música, su diversión y su tesoro) de rancheras eternas, cuando se ponía a arreglar su pequeño jardín de un quinto piso bogotano. Cinco minutos después las voces de Javier Solís, de José Alfredo Jiménez, de Antonio Aguilar y de Alicia Juárez revoloteaban en la casa hasta que el sol se iba en busca de sus últimos tequilas.

Somos muchos los que aún recordamos chistes completos de La Carabina de Ambrosio; nos contamos por cientos los que recordamos haber visto a nuestras madres llorando de la tristeza con Los ricos también lloran, y con La Fiera, y con Colorina; aún somos varios los que nos rascamos el pecho gritando “¡chicharrón de puerco y puerca!”; somos menos (pero hay) los que nos movemos al ritmo de la coreografía de “tímido búscame, te invito una copa en el mar, tímido atrévete, ¿a qué hora podemos quedar?”; pero llegan a ser miles los que aún siguen viendo la filmografía completa de Vicente Fernández, y con un buen número de cervezas encima son capaces de recitar por lo menos 10 títulos distintos (aunque a veces las confunden con películas de El Santo y Blue Demon).

De todas las influencias, quizá una sola sea capaz de unir a tres generaciones enteras en Colombia: El Chavo del Ocho. Al principio, ni siquiera sabíamos qué era un “chavo”, o por qué le decían “torta de jamón” a nuestros sandwichs (o emparedados, pero es una palabra que ya nadie usa). Pero luego todo fue tan fácil, tan familiar, que no hubo nadie capaz de resistir los rayos catódicos dibujando en la pantalla la vecindad que era al mismo tiempo tan nuestra y tan de otros. Más de treinta años después, mis sobrinas, apenas unas chavitas de trenzas, se mueren de la risa con la chiripiorca que se cura con un poquito de agua.

De chanfle, el Maestro Roberto Gómez Bolaños, como nos gusta llamarlo, subió los 2.600 metros de altura de Bogotá con algo de cansancio, 25 años después de su última aparición en un evento inverosímil que sólo ocurre en un país como este y que se llamaba La Caminata de la Solidaridad. Bogotá ha cambiado mucho desde entonces y él fue capaz de darse cuenta.

Con su caminar cansino llegó hasta uno de los auditorios de la Feria Exposición, donde se desarrollaba la vigésima edición de la cita más importante con los libros que se hace en Colombia, donde se lanzaría su libro biográfico SIN QUERER QUERIENDO. A su lado, nunca supimos si guiándolo o arrastrándolo, Florinda Mesa le abría paso entre la muchedumbre de chavos y chapulines, niños disfrazados que no podían creer que el personaje de la televisión fuera ese viejito simpático que no paraba de sonreír.

Y habló, y dijo todas las frases de televisión que los asistentes quisieron que dijera, y se rió con las pastillas de chiquitolina que una niña le acercó en un frasquito café, y dejó que su mujer lo interrumpiera una y otra vez, y firmó libros, y se tomó fotos, y contó anécdotas de las grabaciones, y recordó a Ramón Valdés, y al final se le vio agobiado por tantos elogios bogotanos que poquito a poco se convirtieron en aplausos.

Por un momento levanté la vista de la mesa principal y pude ver a los cientos de admiradores de distintas edades que escuchaban con atención cada una de sus palabras. ¡Eran tantos! Ya quisiera un político cualquiera tener ese poder de convocatoria. ¡Y lo adoraban! Aplaudían cualquier gesto. Mantenían la boca abierta hasta que los premiaba con un comentario divertido. Todos atentos, muertos de ganas de verlo de cerca, de tocarlo para ver si era de verdad, de tomarse una foto para presumir en el barrio. Un ícono mexicano, uno de los más puros representantes de la influencia mexicana en el inconsciente colectivo colombiano frente a nosotros, ahí, tan cerquita. Un acto de nacionalidad.

Y dio tantas entrevistas para la televisión, que en algún momento llegamos a pensar que nuestro sueño se había hecho realidad y que se había quedado a vivir entre nosotros. Pero no. Era sólo la emoción irrefrenable de tantos admiradores que aún no llegamos a comprender qué carajos es lo que tiene ese bendito programa que nos mantiene pegados al televisor desde hace más de treinta años.

Ni tan joven ni tan viejo

Y el buen Sabina salió, enfundado en su vestido café y su sombrero de bombín. Parecía un tabaco. Como todo un caballero se hizo esperar, pero no mucho: sólo lo suficiente como para que todos contáramos con los dedos a los miembros de la banda y notáramos su ausencia. Entró despacio, apoyándose en un bastón castellano, sonriendo socarronamente, sabiéndose el centro del mundo por un ratico.

Mucho nos habíamos temido desde el domingo que cancelara el concierto. La radio decía que había sido presa de los ya legendarios virus gripales de la Sabana de Bogotá, que le habían echado el ojo desde que bajó del avión y que lo habían enviado derechito a la cama del hotel, donde estuvo hasta un par de horas antes del concierto. Él mismo acusó a sus compañeros de haberlo dejado abandonado a su suerte, mientras ellos escogieron un barcito de maravilla para cantar la canción de las noches perdidas, la que se canta al filo de la madrugada.

Pero nada. Retó a los diluvios bogotanos que caen por estos días, se batió ante la laringitis como un león, agarró el micrófono por su cuenta y nos abrió el libro de regalos. Le cantó a las putas legendarias y a su José Alfredo Jiménez del alma, nos contó el cuento de los chicos perdidos de Tarragona que se fueron a conocer el mar a Portugal, enamoró a más de una con su disculpas para maridos, nos dio su dirección en la Calle Melancolía, trajo de prestado a Fito Paéz por siete minutos para llover sobre mojado, nos dejó claro que su patria es un cuerpo de mujer y al final se dejó venir con unas buenas rancheras que nos pusieron los pelos de punta.

Hacía nueve años que no dejaba ver su careto andaluz en la Bogotá que lo adora. Ahora tiene papada, una elegante barba en forma de candado y su sonrisa de siempre. Luego me enteré de que su ausencia prolongada se debió a varios inconvenientes del destino, que sí había querido venir un par de veces pero que se le atravesaban cosas, incluso un problema de garganta, y que luego cayó enfermo gravemente (algo del cerebro), cosa que lo obligó a bajarse de los escenarios y le dio el tiempo necesario para hacer algo que siempre quiso hacer: escribir. Nos amenazó con un libro de versos que no se pueden cantar, y con un par de otras cosillas impublicables.

Joaquín ama a su público y el público lo ama a él. Quiero creer que de verdad se sorprendió al notar que, luego de casi cuarenta minutos de concierto, comprobó que todos los presentes nos sabíamos de memoria (y hasta con buena entonación) todas sus canciones, incluso las del último disco. Las cantábamos. Las gritábamos. Cerrábamos los ojos y nos entregábamos a la noche. Un par de veces nos dejó solos, cantando, mirándonos desde la sorpresa de los años, y no faltamos al reto ni una vez. “Qué increíble es el vuelo de las canciones”, dijo al final de una de ellas.

Entre canción y canción dejaba salir al poeta canalla que todos conocemos. Habló en versos y en sus versos había mujeres desnudas recién levantadas, estaban Machado y Lorca, había tazas de café y copas de vino, besos para sus amigos, abrazos para los que escuchan, campos de girasoles de su Andalucía, copitas de tequila y olor a su cuatacha Chavela Vargas, calles de Madrid y noches vagabundas. “La gente me pregunta por qué uso sombrero. Pues, porque siempre hay una buena ocasión para quitárselo”.

El asunto de la garganta nos tenía el alma en vilo. Con cada do de pecho sentíamos que la presa no soportaría, pero no por la gravedad de su voz sino por la pura compasión de la que a veces somos capaces los fans. Dos veces dejó cantar a sus compañeros que lo suplantaron con delicias. Olguita Román, su corista de siempre, le ayudó con una “Marilyn Monroe” muy divertida y con “Y sin embargo te quiero”, ese tremendo vals andaluz que cantaron todas aquellas españolas que se quisieron graduar de inmortales. Panchito Varona y Antonio García de Diego también ayudaron con un par de temas cada uno, lo suficiente como para que el buen Sabina no muriera de mal de altura.

Tres cosas no podían faltar y Joaquín lo sabía. “La del pirata cojo” primero, y luego sus numéricas “Y nos dieron la diez” y “19 días y 500 noches”. La gente deliró cuando Sabina, en tono de rock, trató de colarse en el traje y la piel de todos los hombres que nunca será. Pero la cosa tomó un cariz de grandeza con el conteo horario de su aventura en un pueblo con mar, después de un concierto, y más tarde con la maldición del cajón sin su ropa, con la perdición de los bares de copas, con las cenicientas de saldo y esquina. El Palacio de los Deportes temblaba como las piernas y las manos de todos los que estábamos allí, deseando que no se fuera, que el reloj no caminara tan rápido, rogando porque Olguita y Panchito lo convencieran de cantar un álbum completo, el que quisiera, daba igual, con tal de tenerlo un rato más levantándole la falda a la luna.

Pero lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. Se fue sin cantarle a su novia de Buenos Aires, sin cantarle a su Atlético de Madrid, no nos dijo dónde habita el olvido, no le puso flores a la tumba de un vasquito, no cantó la canción más hermosa del mundo, y nos dejó con ganas de… Claro, no hay noches tan largas, ni garganta que las resista.

Adiós, Joaquín, adiós. Que vuelvas pronto.

Ni tan joven ni tan viejo

Ni tan joven ni tan viejo

Y el buen Sabina salió, enfundado en su vestido café y su sombrero de bombín. Parecía un tabaco. Como todo un caballero se hizo esperar, pero no mucho: sólo lo suficiente como para que todos contáramos con los dedos a los miembros de la banda y notáramos su ausencia. Entró despacio, apoyándose en un bastón castellano, sonriendo socarronamente, sabiéndose el centro del mundo por un ratico.

Mucho nos habíamos temido desde el domingo que cancelara el concierto. La radio decía que había sido presa de los ya legendarios virus gripales de la Sabana de Bogotá, que le habían echado el ojo desde que bajó del avión y que lo habían enviado derechito a la cama del hotel, donde estuvo hasta un par de horas antes del concierto. Él mismo acusó a sus compañeros de haberlo dejado abandonado a su suerte, mientras ellos escogieron un barcito de maravilla para cantar la canción de las noches perdidas, la que se canta al filo de la madrugada.

Pero nada. Retó a los diluvios bogotanos que caen por estos días, se batió ante la laringitis como un león, agarró el micrófono por su cuenta y nos abrió el libro de regalos. Le cantó a las putas legendarias y a su José Alfredo Jiménez del alma, nos contó el cuento de los chicos perdidos de Tarragona que se fueron a conocer el mar a Portugal, enamoró a más de una con su disculpas para maridos, nos dio su dirección en la Calle Melancolía, trajo de prestado a Fito Paéz por siete minutos para llover sobre mojado, nos dejó claro que su patria es un cuerpo de mujer y al final se dejó venir con unas buenas rancheras que nos pusieron los pelos de punta.

Hacía nueve años que no dejaba ver su careto andaluz en la Bogotá que lo adora. Ahora tiene papada, una elegante barba en forma de candado y su sonrisa de siempre. Luego me enteré de que su ausencia prolongada se debió a varios inconvenientes del destino, que sí había querido venir un par de veces pero que se le atravesaban cosas, incluso un problema de garganta, y que luego cayó enfermo gravemente (algo del cerebro), cosa que lo obligó a bajarse de los escenarios y le dio el tiempo necesario para hacer algo que siempre quiso hacer: escribir. Nos amenazó con un libro de versos que no se pueden cantar, y con un par de otras cosillas impublicables.

Joaquín ama a su público y el público lo ama a él. Quiero creer que de verdad se sorprendió al notar que, luego de casi cuarenta minutos de concierto, comprobó que todos los presentes nos sabíamos de memoria (y hasta con buena entonación) todas sus canciones, incluso las del último disco. Las cantábamos. Las gritábamos. Cerrábamos los ojos y nos entregábamos a la noche. Un par de veces nos dejó solos, cantando, mirándonos desde la sorpresa de los años, y no faltamos al reto ni una vez. “Qué increíble es el vuelo de las canciones”, dijo al final de una de ellas.

Entre canción y canción dejaba salir al poeta canalla que todos conocemos. Habló en versos y en sus versos había mujeres desnudas recién levantadas, estaban Machado y Lorca, había tazas de café y copas de vino, besos para sus amigos, abrazos para los que escuchan, campos de girasoles de su Andalucía, copitas de tequila y olor a su cuatacha Chavela Vargas, calles de Madrid y noches vagabundas. “La gente me pregunta por qué uso sombrero. Pues, porque siempre hay una buena ocasión para quitárselo”.

El asunto de la garganta nos tenía el alma en vilo. Con cada do de pecho sentíamos que la presa no soportaría, pero no por la gravedad de su voz sino por la pura compasión de la que a veces somos capaces los fans. Dos veces dejó cantar a sus compañeros que lo suplantaron con delicias. Olguita Román, su corista de siempre, le ayudó con una “Marilyn Monroe” muy divertida y con “Y sin embargo te quiero”, ese tremendo vals andaluz que cantaron todas aquellas españolas que se quisieron graduar de inmortales. Panchito Varona y Antonio García de Diego también ayudaron con un par de temas cada uno, lo suficiente como para que el buen Sabina no muriera de mal de altura.

Tres cosas no podían faltar y Joaquín lo sabía. “La del pirata cojo” primero, y luego sus numéricas “Y nos dieron la diez” y “19 días y 500 noches”. La gente deliró cuando Sabina, en tono de rock, trató de colarse en el traje y la piel de todos los hombres que nunca será. Pero la cosa tomó un cariz de grandeza con el conteo horario de su aventura en un pueblo con mar, después de un concierto, y más tarde con la maldición del cajón sin su ropa, con la perdición de los bares de copas, con las cenicientas de saldo y esquina. El Palacio de los Deportes temblaba como las piernas y las manos de todos los que estábamos allí, deseando que no se fuera, que el reloj no caminara tan rápido, rogando porque Olguita y Panchito lo convencieran de cantar un álbum completo, el que quisiera, daba igual, con tal de tenerlo un rato más levantándole la falda a la luna.

Pero lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. Se fue sin cantarle a su novia de Buenos Aires, sin cantarle a su Atlético de Madrid, no nos dijo dónde habita el olvido, no le puso flores a la tumba de un vasquito, no cantó la canción más hermosa del mundo, y nos dejó con ganas de… Claro, no hay noches tan largas, ni garganta que las resista.

Adiós, Joaquín, adiós. Que vuelvas pronto.

sábado, octubre 20, 2007

EL ELOGIO A LA PALABRA

EL ELOGIO A LA PALABRA

El Nóbel de Literatura José Saramago visita a Bogotá en el marco de BOGOTÁ, CAPITAL MUNDIAL DEL LIBRO.

Con el comienzo del Siglo llegó Saramago al escenario del Teatro Municipal Jorge Eliécer Gaitán de Bogotá, un poco más robusto y rozagante que hoy, un quinquenio después, pero con el mismo humor y la misma energía que su hálito pontifical le ha permitido siempre.

Entonces como hoy, una de las salas más grandes de la ciudad se abarrotó para escuchar a una de las voces más lúcidas de la actualidad. Colombianos de todas las clases reconocen en este octogenario a una verdadera estrella del pensamiento moderno, libre y artístico.

Aquella vez me senté lo más cerca que pude del proscenio, y me propuse hacer una serie de fotografías mentales del autor de ENSAYO PARA LA CEGUERA, el libro que por entonces ocupaba mis días y mis noches, que se apoderaba de mis sentidos y que brillaría en mi mente como una revelación. Parecía increíble que aquel abuelito suave y gentil fuera el responsable de imágenes tan atronadoras, apabullantes y demoledoras.

Así es él y así lo demostró en esta noche fría de julio, varios años después, departiendo graciosamente con la escritora colombiana Laura Restrepo. Esta vez no pude ir a verlo. No compartí la mirada infantil y los sentidos despiertos de todo el auditorio. Me limité a verlo en una desangelada transmisión de televisión donde se le veía un poco más delgado, un poco más anciano, pero también un poco más tranquilo, un poco más sabio… un poco más inmortal.

Jugó con Laura Restrepo toda la charla. Se burló de su apasionamiento por las “frases rescatadas” de escritores de todos los tiempos, de las entrevistas hechas a Saramago en varios lugares del mundo, y de sus libros. “Si uno las mira bien, se da cuenta que son profundas. Pero de tanto repetirlas van perdiendo el brillo”, sostuvo. No sonrió ni una vez, como a veces sucede en sus libros, pero sí fue capaz de sacar varias risotadas al público.

Habló de la palabra en la literatura, de sus memorias, de su relación con los personajes, del papel de los libros en el mundo moderno, de religión (es una delicia escuchar la explicación de su ateísmo, ya mítico), de la importancia de hablar y escribir con corrección y, por supuesto, habló de política. El éxtasis. Como aquella vez en que estuve presente, sus sentencias contra la política internacional elevaron el calor de la sangre con la misma efectividad del brandy (perdón por la burda analogía), y alcanzó a sonrojarse por los aplausos que no cesaban. Nadie sabe explicarse por qué la verdad dicha en los labios de Saramago suena tan verdadera, tan cruda, tan necesaria, y sobre todo tan esperanzadora. Como si al salir de la sala el mundo fuera a cambiar de verdad.

Pocos intelectuales tienen el mismo efecto en el público colombiano cuando se habla de política. Noam Chomsky quizá lo iguale. Genera una sensación liberadora difícil de aguantar. “El día en que la tierra colombiana empiece a vomitar sus muertos, esto quizá pueda cambiar. dijo al preguntársele por la situación del país. No los vomitará materialmente, claro, sino en el sentido de que los muertos cuenten. Que vomiten sus muertos para que los vivos no hagan de cuenta que no está pasando nada.”. Tan crudo y tan cierto.

Se habló mucho de sus memorias. Saramago explicó la estratagema literaria que le permitió poner en la voz de un niño que no es él, las memorias de su propia infancia. Recordó a su abuela, una mujer ignorante de la amplitud del mundo pero sabia de la vida. Sólo aceptó una “frase rescatada”, dicha precisamente por ella: “El mundo es tan hermoso y tengo tanta tristeza por tener que irme.” Explicó que la dijo una noche estrellada, a sus ochenta y tantos años, sentada a la puerta de su casa en un pequeño pueblo portugués, luego de mirar el cielo por un rato y en silencio.

Y por ahí derecho dijo que no le tiene miedo a la muerte, que vive la vida cada día sin mayores preocupaciones sobre un futuro que, de todas formas, es inevitable. Dijo que después de tantas charlas, presentaciones y foros, se sentará a escribir. Que no sabe si será una novela o un cuento u otras memorias. Mientras escriba se enterará.

ERIK LEYTON ARIAS

Bogotá, 9 de julio de 2007

martes, octubre 17, 2006

DRAMATURGIA COLOMBIANA

DRAMATURGIA
Teatro colombiano
D r a m a t u r g i a c o n t e m p o r á n e a
Textos dramáticos
Escritura para la escena

TEXTOS DRAMÁTICOS

El sabor de la sal

SINOPSIS.
Amelia llega una y otra vez a las playas de Europa, escapando de los vientos tristes de América. A veces nada, a veces camina, a veces corre, y siempre llega tan cansada a la playa, que se queda dormida repitiéndose que no es un gato.

Amelia escapa de los vigías de la playa, se esconde de cualquiera que pueda denunciarla, y se encuentra con otros inmigrantes tan perdidos como ella.

Todas las noches, antes de iniciar el camino hacia tierra firme, le escribe una carta a su bebé abandonado al otro lado del mar, para que sienta un beso de sus labios y no llore toda la noche.


PERSONAJES.
AMELIA, siempre empapada, es una joven de una edad incierta.
Su HIJO que tiene cuatro meses, un par de días y un mal carácter.

TRES VIGÍAS que tienen un sólo par de prismáticos.
UN INMIGRANTE que corre y corre.
UNA MUJER que le gusta fumar.
OTRA MUJER que tiene un cigarrillo.
VARIAS MUJERES que recorren la playa.

PUPA, una señora.
PEPE, un octogenario.
PIPE, actualmente borracho.
PAPI, un galán del Caribe.
PAPA, un solterón.
PEPI y POPI, gemelas.
PAPO, un mujeriego.
POPA, su joven esposa.
PUPO, un intelectual con el cabello engominado.
PIPI, una tía buenita y con gracia.
PIPA, una tía de mejor familia.

ENE-ENE, el único sobreviviente africano de la última patera de la semana.
KONRAD, un fotógrafo finlandés con prisa.
DOS VERANEANTES con un extraño acento.

KA, un guineano sonriente.

LAS HOJAS DE LOS ÁRBOLES NO PARAN DE CAER

SINOPSIS.
Tres chicas españolas se encuentran encima del puente que conduce al mundo. Han decidido dejarlo todo atrás para ver qué hay más allá.
Antes de hacerlo tendrán que hacer la maleta, darle un beso de despedida a sus padres, apagar la televisión, y cerrar la puerta con llave.

Se han dado 24 horas de plazo para salir juntas. Ninguna puede arrepentirse. Ninguna puede mirar para atrás sino quieren convertirse en estatuas de sal.


PERSONAJES.
LÚA
XANA
SABELA
MADRE de Lúa
DEPENDIENTA de una tienda de ropa
MESERA extranjera
JEFE de Xana
MUJER de un supermercado

VARIAS CABEZAS RODANDO

SINOPSIS.
La noche de los barrios trae consigo las balas perdidas de las pandillas. Esta noche Los Leprosos congelarán en el aire al que se atreva a asomar la nariz. El problema es que hace frío, el miedo muerde los huesos, y un par de vecinas rondan el vecindario buscando a sus amores que nunca debieron perder.

PERSONAJES.
JOHNNY, YENNY, POLLO y OLAFO, muertos de miedo.
Una ANCIANA con muchos gatos.
MARGARITA, "la Gordita".
Un POLICÍA.

COMO LA LLUVIA EN EL LAGO

Ganador del XVIII Concurso de Textos Teatrales para jóvenes autores, "Marqués de Bradomín",
del Instituto de la Juventud, Madrid, España.

SINOPSIS.
Un automóvil. Una calle solitaria. Un asesinato. Cinco testigos.
Uno a uno va contando la versión de los hechos de acuerdo a su punto de vista: la reconstrucción de un par de segundos rojos en la retina de cinco observadores. No se sabrá quién tiene la razón.

Un lugar final donde se encuentran. Se miran a los ojos. El daño está hecho.


PERSONAJES.
LA NIÑA
LA VECINA
EL FORENSE
EL SENADOR
EL MATADOR

LÍNEAS HORIZONTAL

SINOPSIS.
Un automóvil muy pequeño avanza por una carretera recta interminable. Es de noche, o por lo menos está muy oscuro. Llueve. Fuertísimo. A veces nieva. Parecen vislumbrarse abismos profundos a ambos lados. Por momentos se escucha el rugido de las olas del mar, o algo parecido.

Los cuatro pasajeros se sienten perdidos. Tanto, que chocan entre ellos, se culpan, discuten, se acusan, se burlan.

El agua de la tormenta se cuela por las ventanas y por los orificios del techo. Antes de que se ahoguen, tendrán que encontrar la manera de sobrevivir.

PERSONAJES.
SILVESTRE, el conductor.
LUNA, compañera de Silvestre y copiloto.
SOLEDAD, pasajera.
ÁNGEL, esposo de Soledad.

CIELO, MI CIELO

SINOPSIS.
Enzo y Sensita se quieren morir. De hecho, lo intentan varias veces en escena, sin más éxito que uno o dos días extras para recuperarse del intento, para quitarse un sabor horrible de la boca, y para volver a casa con la cabeza gacha.
Sensita lo hace para escapar de su madre moribunda, de su padrastro gritón, e incluso lo hace para no ver más a su novio Enzo. No es que no los quiera ver más: no puede hacer otra cosa.
Para Enzo es un poco más difícil: lo persigue un fotógrafo con pésimas intenciones y un médico muy ocupado.
En medio de todo este gris, hay espacio para pedir un beso, para hacer una fiesta de cumpleaños, y para desear un futuro con suaves madrugadas.

PERSONAJES.
ENZO, muerto habitual.
SENSITA, su novia para siempre.
SENSA, madre de Sensita y de Mara.
CRISTO, el último marido de Sensa.
FOTÓGRAFO, un hombre que se oculta en las esquinas.
MÉDICO, recepcionista de cuerpos.
MARA, una bebé preciosa.