martes, enero 29, 2008

Ni tan joven ni tan viejo

Ni tan joven ni tan viejo

Y el buen Sabina salió, enfundado en su vestido café y su sombrero de bombín. Parecía un tabaco. Como todo un caballero se hizo esperar, pero no mucho: sólo lo suficiente como para que todos contáramos con los dedos a los miembros de la banda y notáramos su ausencia. Entró despacio, apoyándose en un bastón castellano, sonriendo socarronamente, sabiéndose el centro del mundo por un ratico.

Mucho nos habíamos temido desde el domingo que cancelara el concierto. La radio decía que había sido presa de los ya legendarios virus gripales de la Sabana de Bogotá, que le habían echado el ojo desde que bajó del avión y que lo habían enviado derechito a la cama del hotel, donde estuvo hasta un par de horas antes del concierto. Él mismo acusó a sus compañeros de haberlo dejado abandonado a su suerte, mientras ellos escogieron un barcito de maravilla para cantar la canción de las noches perdidas, la que se canta al filo de la madrugada.

Pero nada. Retó a los diluvios bogotanos que caen por estos días, se batió ante la laringitis como un león, agarró el micrófono por su cuenta y nos abrió el libro de regalos. Le cantó a las putas legendarias y a su José Alfredo Jiménez del alma, nos contó el cuento de los chicos perdidos de Tarragona que se fueron a conocer el mar a Portugal, enamoró a más de una con su disculpas para maridos, nos dio su dirección en la Calle Melancolía, trajo de prestado a Fito Paéz por siete minutos para llover sobre mojado, nos dejó claro que su patria es un cuerpo de mujer y al final se dejó venir con unas buenas rancheras que nos pusieron los pelos de punta.

Hacía nueve años que no dejaba ver su careto andaluz en la Bogotá que lo adora. Ahora tiene papada, una elegante barba en forma de candado y su sonrisa de siempre. Luego me enteré de que su ausencia prolongada se debió a varios inconvenientes del destino, que sí había querido venir un par de veces pero que se le atravesaban cosas, incluso un problema de garganta, y que luego cayó enfermo gravemente (algo del cerebro), cosa que lo obligó a bajarse de los escenarios y le dio el tiempo necesario para hacer algo que siempre quiso hacer: escribir. Nos amenazó con un libro de versos que no se pueden cantar, y con un par de otras cosillas impublicables.

Joaquín ama a su público y el público lo ama a él. Quiero creer que de verdad se sorprendió al notar que, luego de casi cuarenta minutos de concierto, comprobó que todos los presentes nos sabíamos de memoria (y hasta con buena entonación) todas sus canciones, incluso las del último disco. Las cantábamos. Las gritábamos. Cerrábamos los ojos y nos entregábamos a la noche. Un par de veces nos dejó solos, cantando, mirándonos desde la sorpresa de los años, y no faltamos al reto ni una vez. “Qué increíble es el vuelo de las canciones”, dijo al final de una de ellas.

Entre canción y canción dejaba salir al poeta canalla que todos conocemos. Habló en versos y en sus versos había mujeres desnudas recién levantadas, estaban Machado y Lorca, había tazas de café y copas de vino, besos para sus amigos, abrazos para los que escuchan, campos de girasoles de su Andalucía, copitas de tequila y olor a su cuatacha Chavela Vargas, calles de Madrid y noches vagabundas. “La gente me pregunta por qué uso sombrero. Pues, porque siempre hay una buena ocasión para quitárselo”.

El asunto de la garganta nos tenía el alma en vilo. Con cada do de pecho sentíamos que la presa no soportaría, pero no por la gravedad de su voz sino por la pura compasión de la que a veces somos capaces los fans. Dos veces dejó cantar a sus compañeros que lo suplantaron con delicias. Olguita Román, su corista de siempre, le ayudó con una “Marilyn Monroe” muy divertida y con “Y sin embargo te quiero”, ese tremendo vals andaluz que cantaron todas aquellas españolas que se quisieron graduar de inmortales. Panchito Varona y Antonio García de Diego también ayudaron con un par de temas cada uno, lo suficiente como para que el buen Sabina no muriera de mal de altura.

Tres cosas no podían faltar y Joaquín lo sabía. “La del pirata cojo” primero, y luego sus numéricas “Y nos dieron la diez” y “19 días y 500 noches”. La gente deliró cuando Sabina, en tono de rock, trató de colarse en el traje y la piel de todos los hombres que nunca será. Pero la cosa tomó un cariz de grandeza con el conteo horario de su aventura en un pueblo con mar, después de un concierto, y más tarde con la maldición del cajón sin su ropa, con la perdición de los bares de copas, con las cenicientas de saldo y esquina. El Palacio de los Deportes temblaba como las piernas y las manos de todos los que estábamos allí, deseando que no se fuera, que el reloj no caminara tan rápido, rogando porque Olguita y Panchito lo convencieran de cantar un álbum completo, el que quisiera, daba igual, con tal de tenerlo un rato más levantándole la falda a la luna.

Pero lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. Se fue sin cantarle a su novia de Buenos Aires, sin cantarle a su Atlético de Madrid, no nos dijo dónde habita el olvido, no le puso flores a la tumba de un vasquito, no cantó la canción más hermosa del mundo, y nos dejó con ganas de… Claro, no hay noches tan largas, ni garganta que las resista.

Adiós, Joaquín, adiós. Que vuelvas pronto.

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